Dinamitar el género

Dinamitar el género*
Brevísimas consideraciones sobre cuerpo y hormonas
 Cecilia Núñez


Estamos en el lado de los monstruos. En nuestra lucha por la libertad de expresión llega un momento que el sistema de género aparece no solo como opresivo, sino como estúpido. Cuando nos demos cuenta de los ridículo que es, habremos empezado a desmantelarlo.
Kate Bornstein

El género es una práctica performática. Ser hombre o mujer depende de la asignación visual que el médico, partera o comadrona hace al nacer un ser humano. El cuerpo se convierte en el primer territorio de disputa política, donde el más perfecto de los aparatos de control de la sexualidad y la reproducción encuentra lugar propicio para anclar sus larvas normativas.  
El género, y también el sexo, son prácticas performáticas porque se construyen a partir del lenguaje: existe un término –con historia y contexto- que alude a un referente mental delimitado por la convención social. Es decir, para que una palabra signifique es necesario un acuerdo social que delimite el significado de la misma. 
En un hospital, en una clínica, en una choza, en cualquier lugar donde un cuerpo pare otro cuerpo, alguien dice: “nació una niña” y, en efecto, con esa simple frase, con esa sencilla acción, “micromutaciones fisiológicas y políticas”[1] suceden en el cuerpo del naciente ser, definiendo el nombre, el modelo de conducta, el color de la ropa, la forma de caminar, los juegos, la decoración de las paredes, el sanitario al que tendrá acceso, el cuerpo con el que se relacionará sexualmente, etc. Para ser un “hombre” o una “mujer” es necesario someter al cuerpo a una serie de repeticiones performativas que aseguren que el individuo las asimilará e interiorizará como “naturales”. No se es hombre o mujer, se actúa como tal: se llega a serlo[2].
Hasta hace no muchos años, las diferentes corrientes de los Estudios de Género encontraban una diferencia sustancial entre los términos “género” y “sexo”: el primero como lo socialmente adquirido (la masculinidad y la feminidad), y el segundo como lo natural o biológico (ser hombre o mujer, tener pene o vagina). Este planteamiento, para diferentes miradas de hoy, sobre todo para los movimientos queer, guarda un problema de fondo: ¿es lo biológico tan natural como parece? ¿Por qué no podría haber mujeres con pene y hombres con vagina? ¿Qué tan indispensable es para la supervivencia pertenecer a un sexo o a otro? ¿Es posible ser de los dos o ninguno?
Hay mucho de peligroso en el cuerpo. Regular sus quehaceres e imágenes ha sido la principal obsesión del sistema político y económico que comenzaba a consolidarse con el estallido de las Guerras Mundiales y sus industrias tecnológicas. Previo a ello, a finales del siglo XIX, la acción biopolítica encontraba mucho sentido en las formas de exteriorización del sexo, en la pureza de la raza,  la normalización / patologización de los placeres, la histerización del cuerpo “femenino”,  el “descubrimiento” del inconsciente, etc.

A decir de B. Preciado, la tecnología aplicada al cuerpo y a la conservación del género es pariente cercana de la comida enlatada, los satélites artificiales, las sillas de plástico, la energía nuclear, los bolígrafos desechables, etc.: tecnologías generadas para cumplir las necesidades de la guerra. En el caso concreto de cuerpo, el desarrollo de la industria médico-farmacéutica alcanzó magnitudes inimaginables para preservarlo como entidad normal y completa. Se trabajó exhaustivamente en prótesis para suplir partes del cuerpo mutiladas, fármacos para controlar el dolor y curar las enfermedades. Dentro de esta industria millonaria que preserva la pureza del género, la invención de las hormonas como "sistemas de secreción comunicante" comienza a operar en las partes más minúsculas del cuerpo con el fin de integrarlas a la defensa de lo natural-normativo.




*Publicado por Revista Knot, Año1, Núm. 5, Bogotá, 2010.

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