El culo y las témporas

EL CULO Y LAS TÉMPORAS
Jerónimo Fernández Duarte
Tomado de: Revista En tierra de todos

Hace ya años, una revista masculina presentaba en exclusiva a Dalila, la primera porno star musulmana. La entrevista giraba en torno a la oposición que representaba la acalorada Dalila, con un piercing como único atavío, a las ideas textiles de los talibanes, por aquel entonces amos y señores de Afganistán.


Ignoro si su profesión o el reportaje le valieron a Dalila el dudoso honor de ingresar en las cada vez más nutridas filas de los enemigos del Islam, junto a Salman Rusdie y los Tele Tubbies ―que algo deben de tener de peligrosos, ya que el Parlamento de Polonia no dudó en gastar dinero público en crear una comisión que estudiase los perniciosos efectos de estos bichos de colorines sobre la moral infantil― pero en cualquier caso parece que salió del trance sin ser lapidada y sin que le arrojaran ácido sulfúrico a su hermoso cuerpo, lo que es un motivo de alegría. Del reportaje ―porque yo también leo los textos, además de mirar las fotografías― me llamó la atención una respuesta en la que la fogueada Dalila dejaba traslucir su candidez: decía sentirse muy decepcionada por la hipocresía y el individualismo que permeaba el mundillo del porno cuando, precisamente por dedicarse a tales menesteres, las personas debían ser más sinceras y transparentes. Confundir el que te la metan por el culo o el que se te corran en la cara con la sinceridad y la transparencia puede resultar chocante, pero no es algo que le pase sólo a Dalila.


Casi podríamos decir históricamente, si el adverbio no se hubiera vaciado de significado, la pornografía ha sido considerada transgresora y libertaria, un ataque frontal a la moral tradicional y burguesa, algo por completo ajeno a ella, pero la verdad es que la pornografía es ante todo una industria, y como tal busca un público amplio, no sólo el aplauso de cuatro transgresores, y casi todo ese público comparte la misma moral tradicional y burguesa. Tal vez por eso, la pornografía ha vulgarizado o estandarizado los lances amatorios que, vistos a distancia, parecen un ejercicio de natación sincronizada o gimnasia rítmica, con algunas figuras obligatorias y puntuables. Y si vamos al papel de la mujer, descubrimos que la tanga no está lejos del burka: rara vez la mujer es sujeto de su propio placer; casi siempre es simple objeto o instrumento al servicio del placer masculino, sin posibilidad de negar o negarse a nada ―“¿Te gusta, eh, puta?”― y sin que pueda llevar nunca la iniciativa ―en caso de llevarla, debe ser castigada y sometida, se le ha de enseñar quién manda―. Hay excepciones, claro, pero son las menos, y su rareza es bien patente: está la simpática Brandibelle, una jovencita aventurera que va probando un poco de todo y a veces hasta se niega, o la directora Erika Lust, en cuyas películas no sólo hay diálogos, sino conversaciones, y momentos para la cotidianidad y el humor.


El porno es, en resumen, un producto industrial destinado a un público que lo consume como evasión y escape y no como liberación. Por eso, confundir esta gimnasia de superdotados en pos del multiorgasmo con la transgresión y lo libertario es confundir el culo con las témporas. 

Comentarios