Por Judith Butler
Las recientes propuestas de regular el discurso del odio en los campus, los lugares de trabajo y otros espacios públicos han tenido una serie de consecuencias políticas ambivalentes. La esfera del lenguaje se ha convertido en el dominio privilegiado para interrogar las causas y efectos de la ofensa social. Mientras que en momentos tempranos del Movimiento de los Derechos Civiles o en el activismo feminista lo que se primaba era documentar y buscar resarcimiento frente a varias formas de discriminación, la actual preocupación política por el discurso del odio enfatiza la forma lingüística que asume una conducta discriminatoria, por el procedimiento de tratar de establecer la conducta verbal como acción discriminatoria.1 Pero ¿qué es la conducta verbal? No hay duda que la ley tiene definiciones que ofrecernos y esas definiciones a menudo institucionalizan extensiones catacrésicas de comprensiones ordinarias del lenguaje; de ahí que la quema de una bandera o incluso de una cruz puedan ser interpretadas como «discurso» a efectos legales. Sin embargo, recientemente la jurisprudencia ha buscado el asesoramiento de las teorías retóricas y filosóficas del lenguaje para poder describir el discurso del odio en términos de una teoría más general de la performatividad lingüística. Los practicantes de adhesiones inquebrantables al absolutismo de la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos suscriben la idea de que la libertad de expresión tiene prioridad sobre otros derechos y libertades constitucionalmente protegidos y de que, de hecho, a la libertad de expresión se la presupone ya mediante el ejercicio de otros derechos y libertades. También tienden éstos a incluir todas las declaraciones «de contenido» como discurso protegido por la Constitución y consideran que las formas de conducta verbal amenazadas están sujetas a la cuestión de si tales amenazas se quedan en «lenguaje» o si se adentran en el terreno de la «conducta». Sólo en el último caso el «lenguaje» en cuestión sería susceptible de ser proscrito. En el contexto de las controversias sobre el discurso del odio, está surgiendo una reciente visión sobre el discurso que problematiza el recurso a cualquier distinción estricta; esa teoría sostiene que el «contenido» de ciertos tipos de discurso sólo puede ser entendido en términos de la acción que el lenguaje ejecuta. En otras palabras, los epítetos racistas no sólo apoyan un mensaje de inferioridad racial, sino que ese «apoyar» es la institucionalización verbal de esa misma subordinación. De ahí que se entienda que el discurso del odio no sólo comunica una idea ofensiva o conjunto de ideas, sino que además realiza el mensaje mismo que comunica: la comunicación en sí es a la vez una forma de conducta.
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